Recorriendo los procesos neurológicos que intervienen en la toma de decisión, descubrimos que pese a lo que nos gusta pensar lo contrario, nuestras decisiones son en gran medida irracionales y están siendo manipuladas por una serie de factores que apelan a recompensar ciertas áreas de nuestro cerebro
La toma de decisiones es puramente emocional, no pasa por la razón y mucho menos es lógica pura. Se elige por la sonrisa o la mirada, por cómo viste o con quién está casado. Si le gusta la carne asada o la pata, si baila bien o si no puede seguir el ritmo. Si es un malhablado o no. Si come con la mano o si corta la empanada con cuchillo y tenedor. En definitiva, si despierta pasiones y odios. Detalles decisivos para el pueblo, sin ser despectivo. Porque nuestro cerebro es así, egoísta, visual y emocional
Si aún creen que somos sujetos racionales, están muy equivocados. Si no pregúntense entonces por qué existen guerras y pobreza, o abandono de bebés en tarros de basura.
Desde el punto del cerebro triuno tenemos, el Reptil, el que genera los patrones, el que no miente, el que te ayuda a sobrevivir por encima de los demás, el que no te deja meter los dedos en el enchufe o cruzar la calle hasta que no estés seguro. Es donde se aloja el instinto, la supervivencia y el egoísmo. Luego aparece el cerebro Límbico, en donde se alojan todas las emociones, los sentimientos, las motivaciones. Es el que te hace llorar en las películas románticas y trabaja en sintonía con el Reptil. Finalmente el más joven de los cerebros es el Córtex, es el que te hace razonar, el que genera ideas, el que calcula, el enemigo de las ventas. Porque nadie compraría nada si razona lo que va a adquirir (gracias a que no usas el córtex para elegir, tienes un celular tan caro como inútil en tu bolsillo).
Entendamos también que el cerebro está programado para recibir estímulos emocionales primero y luego deja pasar los detalles, los datos, las estadísticas. Emoción primero, dato después, nunca al revés. La gente elige primero por instinto, visceralmente. Puede defender a muerte que un Ferrari es mejor que un Bugatti, aunque en su vida se haya subido a ninguno de ellos, luego debe experimentar el producto para que se procese el registro experiencial que genera emoción y luego, justo al final, aparece la razón para decidir la compra o la elección. Nunca al revés.